SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Location: Santiago de Chile, Región Metropolitana, Chile

Editor: Neville Blanc

Sunday, November 26, 2006

Primera parte de EL CAUTIVERIO FELIZ, edición ZIG-ZAG 1948

Francisco Nuñez de Pineda y Bascuñan (1607 - 1682)
El cautiverio
(Narración)

Primera parte

... «Cuando volví en mí y cobré
algunos alientos, me hallé cautivo
y preso de mis enemigos.»
Considerándome preso, se me vino a la memoria ser mayor el peligro y riesgo en que me hallaba si me conociesen por hijo del Maestre de Campo General Álvaro Núñez de Pineda, por el aborrecimiento grande que mostraban a su nombre y la aversión que lo habían tomado por los daños recibidos. Por cuya causa me pareció conveniente y necesario usar de cautelosas simulaciones, fingiéndome de otras tierras y lugares, y, aunque moderadamente lo común y ordinario de su lenguaje entendía, más ignorante me hice en él de lo que la naturaleza me había comunicado.
Con esta advertencia estuve, habiéndome preguntado quién era y de dónde. A esto respondí ser de los reinos del Perú y haber poco que asistía por soldado en estas partes. Y esto fue en su modo de hablar, conforme los bisoños chapetones suelen pronunciar su lengua. Creyolo por entonces el dueño de mil libertad, mostrándose apacible, alegre y placentero, a cuyos agasajos me mostré con acciones y semblante agradecido.
Y estando con algún sosiego después del susto mortal que me tuvo un buen rato sin sentido, llegó a nosotros un indiecito ladino, quien había guiado la junta y traído el ejército enemigo a la estancia y heredad de su amo encomendero y a otras comarcas. Este indio, pocos días antes del suceso, se había ausentado de nosotros y agregado a los enemigos por algunos malos tratamientos y vejaciones que había recibido, que lo cierto es que las más de las veces somos y hemos sido el origen de nuestras adversidades y desdichadas suertes. Éste, con otros amigos y compañeros suyos, a quienes había manifestado quién yo era, llegó al sitio y lugar donde me tenían despojado de las armas y de la ropilla del vestido, diciendo en altas voces:
-Muera..., muera luego este capitán sin remisión alguna, porque es hijo de Álvaro Maltincampo -que así llamaban a mi padre-, que tiene nuestras tierras destruidas y a nosotros aniquilados y abatidos; no hay que aguardar con él, pues nuestra suerte y buena fortuna nos lo han traído a las manos.
Y a estas razones y alaridos se agregaron otros muchos, no menos enfurecidos y rabiosos, que, levantando en alto las lanzas y macanas, intentaron descargar sobre mí muchos golpes y quitarme la vida. Mas, como su Divina Majestad es dueño principal de las acciones, y las permite ejecutar o las suspende, quiso que las de estos bárbaros no llegasen a la ejecución de sus intentos, y, como padre de misericordia, tuvo por bien su Divina Clemencia que, de en medio de mis rabiosos enemigos, sacasen los cielos de los diamantinos pechos, en pedernales duros convertidos, ardiente fuego de caridad piadosa. (!)
Y al tiempo que aguardaba de sus manos la privadora fiera de las vidas, llegó a dilatármela, piadoso, uno de los más valientes capitanes y estimados guerreros que en su bárbaro ejército venían, llamado Lientur. Por haber sido su nombre respetado entre los suyos y bien conocido entre los nuestros, le traigo a la memoria agradecido y porque las razones y palabras que pronunció, discreto, no son para omitirlas.
Antes de repetirlas, manifestaré algunas circunstancias de que se originó el mirarme con píos ojos y dolerse de mis trabajos y desdichada suerte.
El tiempo que este valeroso caudillo asistió entre los nuestros, fue de los mejores amigos y más fieles que en aquellos tiempos se conocían, por cuya causa le hizo grandes agasajos y cortesías el Maestre de Campo General Álvaro Núñez de Pineda, mi padre, mientras gobernó estas fronteras. Y aunque el común tratamiento que a los demás hacía era conocido y constante entre ellos de que se originaron los felices sucesos y aventajados aciertos que fue Dios servido de darle en esta guerra, acudiendo con todas veras a la ejecución de sus órdenes y mandatos -que es nación que se deja llevar de la suavidad de las palabras y del agasajo de las acciones, y al trocado, siente el mal agrado, verificándose en ellos la parábola del sabio-, con este guerrero parece que quiso, más humano, efectuar sus agasajos, sacándole de pila a uno de sus hijos y llamarle compadre: acción que la tuvo tan presente y de que hizo tanto aprecio y estimación, cuanto se echará de ver en las razones de adelante, mostrándose amigo verdadero de aquel en quien conoció apacible condición y natural afecto, aunque después enemigo feroz de las obras y tratos de otros superiores ministros, que fueron los que le obligaron a rebelarse y dejar nuestra comunicación y trato.
Llegó, como queda dicho, y con resolución valerosa se entró en medio de los demás, que en altas voces estaban procurando mi desastrada muerte. Con su presencia, pusieron todos silencio a sus razones. Y haciéndose lugar por medio de ellos, se acercó más al sitio adonde mi amo y dueño de mis acciones, con un amigo y compañero suyo, me tenían en medio, con sus lanzas y adargas en las manos, dando a entender que solicitaban mi defensa con efecto, pues no respondían palabra alguna a lo que aquella turbamulta con ímpetus airados proponía.
Cuando al capitán Lientur -caudillo general de aquel ejército- vi entrar armado desde los pies a la cabeza, sobre un feroz caballo armado de la propia suerte, que por las narices echaba fuego ardiente, espuma por la boca, pateando el suelo con el suelo de las cajas y trompetas, y no podía de ninguna suerte estar un punto sosegado, sin duda colegí que el personaje referido llegaba de refresco a poner en ejecución la voz del vulgo y llevar adelante con su apoyo la dañada intención de sus clamores y que, con efecto, venía a poner término a mis días. Más atemorizado que antes, volví al cielo los ojos, y a nuestro Creador benigno, como a padre de misericordia, pude decir en mi alma, después de oídas sus razones, lo que el profeta cantó afligido en el mayor aprieto y en las mayores tribulaciones: «invoqué a mi Dios y su Divina Majestad se sirvió de oírme»; y en otra parte: «clamé con todo mi corazón y con mi espíritu». Así me sucedió en esta ocasión, pues cuando aguardaba ver de la muerte el rostro formidable, me hallé con más seguras prendas de la vida.
Acercose a nosotros Lientur -guerrero, capitán, como piadoso- y razonó de la suerte que diré: lo primero con que dio principio fue con preguntarme si yo era el contenido hijo de Álvaro, a que respondí turbado que yo era el miserable prisionero. Porque lo que a todos era ya patente, no podía ocultarlo más,... en cuyas razones y apacible rostro... eché de ver la aflicción y pesar con que se hallaba por haberme conocido en aquel estado, sin poder dar alivio a mis trabajos, por no ser, para librarme, absoluto dueño. Volvió con esto los ojos a Maulicán mi amo, diciéndole las palabras y razones siguientes: «Tú solo, capitán esforzado y valeroso, te puedes tener en la ocasión presente por feliz y el más bien afortunado, y que la jornada que hemos emprendido se ha encaminado sólo a tu provecho, pues te ha cabido por suerte llevar al hijo del primer hombre que nuestra tierra ha respetado y conocido. Blasonar puedes tú solo y cantar victoria por nosotros; a ti solo debemos dar las gracias de tan buena suerte como con la tuya nos ha comunicado la fortuna: que aunque es verdad que habemos derrotado y muerto gran número de españoles y cautivado muchos, han sido todos los más «chapecillos» (que así llamaban a los soldados bisoños, sin oficio y desarrapados), que ni allá hacen caso de ellos, ni nosotros tampoco. (Repito lo que formalmente fue diciendo.) Este capitán que llevas es el fundamento de nuestra batalla, la gloria de nuestro suceso y el sosiego de nuestra patria. Y aunque te han persuadido y aconsejado rabiosos que le quites luego la vida, yo soy y seré de contrario parecer, porque con su muerte ¿qué puedes adquirir ni granjear, sino es que con toda brevedad se sepulte el nombre y opinión que con él puedes perpetuar? Esto es en cuanto a lo primero. Lo segundo que os propongo es que, aunque este capitán es hijo de Álvaro, de quien nuestras tierras han temblado y nosotros le soñamos (sólo con saber que vive, aunque cojo, viejo e impedido), y de quien siempre que se ofreció ocasión fuimos desbaratados y muertos muchos de los nuestros, fue con las armas en las manos y peleando, que eso (es de) valerosos soldados, que lo mesmo ha ... nosotros. Mas a mí me consta del tiempo que asistí con él en sus fronteras, que, después de pasada la refriega, a sangre fría a ningunos cautivos dio la muerte; ante sí, les hizo siempre buen pasaje, solicitando a muchos el que volviesen gustosos a sus tierras, como hay algunos que gozan de ellas libres y asistentes en sus casas con descanso, entre sus hijas, mujeres y parientes, por su noble pecho y corazón piadoso. Y lo propio debes hacer generoso con este capitán, tu prisionero, que lo que hoy miramos en su suerte, podemos en nosotros ver mañana».
Y, volviendo las ancas del caballo, dejó a los circunstantes mudos y suspensos, con que cada uno por su camino se fueron dividiendo y apartando de nosotros, y yo quedé a tamaño beneficio fino correspondiente y tan obligado a sus razones que, sin encarecer mi agradecimiento, podré asegurar que fueron para mí más estimadas y su intención y celo muy bien admitidos, que lo que pudo ser en él mi afecto... Desde aquel punto y hora dio principio el Señor de mi voluntad a tratarme con amor, con benevolencia y gran respeto; pues, habiendo empezado a despojarme del vestido, no pasó más adelante con su intento, dejándome como estaba; antes me puso un capotillo que él traía y un sombrero en la cabeza, a causa de que el tiempo, con sus lluvias continuas, obligaba a marchar con toda prisa y a más andar, apresurar el paso hacia sus tierras, si bien hasta llegar al río caudaloso de Bío-Bío fueron en un cuerpo y con cuidado.
Prosiguiendo nuestra derrota, nos fuimos acercando al río Bío-Bío, como dije, en un cuerpo hasta llegar a sus orillas, si bien al pasarle unos se adelantaron más que otros, porque con ferocidad notable sus precipitadas corrientes se venían «aumentando a cada paso a causa de que el temporal con vientos desaforados y aguaceros desechos nos atribulaban, de manera que parecían haberse conjurado contra nosotros dos los elementos. En quince días que nos dilatamos en llegar a sus tierras, no gozamos del sol ni de sus rayos dos horas continuas.
Faltó el sol y ausentose de nosotros porque las densas nubes se ocupasen en remover los cielos y enturbiarlos, para que con sus continuas y descolgadas aguas fuese a los mortales el invierno grave, pesado y molesto. Llegamos, como queda dicho, los últimos de la tropa, al abrochar la noche sus cortinas -al caudaloso río referido-, diez indios compañeros (y) un soldado de mi compañía, llamado Alonso de Torres, que también iba cautivo, como yo, en esta ocasión. Pasamos el primer brazo a Dios misericordia -como dicen-, con grande peligro y riesgo de nuestras vidas. Cuando fuimos a querer vadear el otro que nos restaba, no se atrevieron a esguazarle, porque en aquel instante se reconoció bajar de arriba con gran fuerza la avenida. Y por ser el restante brazo más copioso de agua, más dilatado y más apresurada su corriente, determinaron quedarse en aquella pequeña isla, que tendría muy cerca de una cuadra de ancho y dos de largo, adonde había algunos matorrales y ramones de que poder valernos para el abrigo y reparo de nuestras personas y para el alimento, aunque débil, de las bestias. Hiciéronlo así, porque la noche había ya interpuesto sus cortinas, presumiendo que al día siguiente se cansaría el tiempo porfiado y nos daría lugar a pasar con menos riesgo y con más comodidad el proceloso piélago espantoso que nos restaba. Mas fue tan continuado el temporal deshecho y abundante de penosas lluvias, que cuando Dios fue servido de amanecernos, hallamos que el restante brazo, multiplicadas sus corrientes, venía con más fuerza y con más ferocidad creciendo, a cuya causa nos detuvimos y quedamos aquel día entre los dos ríos aislados, por ver si el siguiente nos quería dar lugar a proseguir nuestro viaje.
Y entretanto que aguardamos oportuno tiempo, permítaseme hacer un breve paréntesis que puede ser de importancia para la proposición de este libro.
Poco lugar o ninguno tenían los antiguos pareceres y consejos, pues a los que con buen celo e intención los daban, les respondían que era muy a lo viejo, como lo hizo el gobernador con mi padre en ocasión que le rogó que reparase nuestro tercio, porque habían certificado que estaban nuestras fuerzas muy disminuidas por la falta de gente que había en las fronteras. Y por no haber asentido con su parecer y consejo, nos sucedió nuestra sangrienta ruina. Al instante que tuvo el aviso del suceso y derrota de nuestro tercio, se partió el gobernador con la más gente que pudo sacar de la ciudad de la Concepción para el tercio de San Felipe de Austria, adonde halló el ejército derrotado, con cien hombre menos, entre ellos tres capitanes y otros oficiales de cuenta. Afligiose grandemente de haber reconocido el mal afortunado suceso, y por dar algún alivio y consuelo a mi amado padre, que en tal ocasión estaría con el pesar y sentimiento que se puede colegir, por la pérdida de un hijo solo que tenía para ayuda de sus trabajos, de su vejez y de los achaques que de ordinario le asistían, determinó escribirle la siguiente carta consolativa, considerando que por no haberle querido dar crédito ni seguir su parecer, había experimentado en nuestro daño tamaña pérdida:
«Señor Maestre de Campo General Álvaro Núñez de Pineda: Aquí he llegado a este terciode San Felipe de Austria con harto sentimiento y pesar mío por la desgracia y pérdida que en él he hallado de más de cien hombres, y entre ellos el señor capitán don Francisco de Pineda, que no aparece, aunque se ha hecho particular diligencia de buscarle entre los cuerpos muertos; por lo que se presume que irá vivo, y si lo va, tenga V. M. por cierto que haré todas cuantas diligencias fueren posibles para que V. M. le vuelva a ver a sus ojos: que la desgracia suya es la que más he llegado a sentir por lo que le estimaba y quería; y por el pesar tan justo que V. M. tendrá, no hay sino que encomendarlo a Dios; que yo de mi parte no cesaré de hacer mis poderíos por saber si va vivo y poner todo mi esfuerzo por librarle antes que deje este gobierno; y tome V. M. esta palabra de mí, a que no faltaré con todas veras, poniéndolo principalmente en las manos de Nuestro Señor, el cual guarda a V. M. muchos años y le dé el consuelo que deseo» etc.

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