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Editor: Neville Blanc

Wednesday, November 13, 2013

Guillermo Tovar de Teresa II

Guillermo Tovar de Teresa. Cronista de la Ciudad de los Palacios

Noviembre 11, 2013 | Tags:
 
 
Para recordar a Guillermo Tovar de Teresa recupermos el prólogo que Enrique Krauze escribió para La ciudad de los palacios: Crónica de un patrimonio perdido.

La destrucción de las ciudades es un tema tan antiguo como el hombre. Desde que Dios decidió arrasar Sodoma y Gomorra, el fuego ha sido el sello final. Nerón y los bárbaros quemaron Roma, Londres se incendió por un accidente, Lisboa y San Francisco por un terremoto, Moscú prefirió prenderse fuego antes que rendirse a Napoleón. Con todo, las ciudades son menos mortales que los hombres: renacen de los escombros y las cenizas.
Hiroshima es el caso de mayor dramatismo y Varsovia el más heroico; ninguna otra capital europea padeció tanto durante la Segunda Guerra Mundial. La frase “no quedó piedra sobre piedra” refleja literalmente el destino de aquella orgullosa y aristocrática “París del Este”, cuya belleza pintó a la orilla del Vístula el veneciano Canaletto. Pero en el momento mismo de la destrucción, bajo el estruendo de los bombardeos, un silencioso hormigueo humano recogía los fragmentos de los edificios venerados y los guardaba en sus casas. Al concluir la guerra, cada uno aportó su porción de Varsovia rescatada: un glifo, una pintura, una imagen, un bajorrelieve, un dintel, una inscripción, un plano. Al poco tiempo, las cadenas humanas comenzaron la puntual labor de reconstrucción. Aunque nunca volvería a ser la misma, Varsovia recobró un aire de su antigua grandeza.
La historia de Occidente registra esos y otros milagros. Sus anales refieren también casos de irresponsabilidad, deterioro y muerte urbana, pero entre ellos existen muy pocos en los que la destrucción haya sido provocada deliberada y festivamente por sus propios habitantes. México, por desgracia, es uno de esos casos. La capital que Humboldt bautizó como “la Ciudad de los Palacios”, la que sorprendió a la marquesa Calderón de la Barca (“México es una de las ciudades de más noble aspecto en el mundo”), resistió por siglos el golpe traicionero de terremotos e inundaciones, de guerras y revoluciones, pero cedió ante una acción más efectiva y callada, más subrepticia e irresponsable: la que ejercieron dos manos empuñando una piqueta. Los mexicanos no recogieron los fragmentos de su capital derruida: traficaron con ellos, los exhibieron como trofeos en sus salas o, más comúnmente, vieron con indiferencia cómo el arte se volvía cascajo. Ante la destrucción que vino de dentro, la ciudad de México se defendió más por obra del azar y la pobreza que por el empeño de unos cuantos habitantes. En algunos casos se salvaron construcciones enteras: en otros, el rescate fue parcial: una hornacina, una puerta, una pintura que “se conservan”; en otros más, el vestigio es sólo imaginario: una litografía antigua, un daguerrotipo, una leyenda, una placa que reza “aquí estuvo...”. Por fortuna, la conciencia histórica encuentra siempre sus caminos y sus depositarios. Un siglo después del primer golpe de piqueta contra los edificios virreinales de la ciudad de México, un niño con alma de viejo sintió la gravitación de toda la historia derruida y se propuso retenerla. Algún día la ciudad tendría el valor de verse en el espejo que él, pacientemente, reconstruiría.
La infancia de Guillermo Tovar de Teresa transcurrió como en una galería de retratos venerables, pero retratos vivos. El tiempo se había detenido en la vieja casona de la colonia Roma donde conversaba con su abuelo, Guillermo de Teresa y Teresa. Las estridencias rockeras en la radio o las comedias de la incipiente televisión pasaban inadvertidas para aquel niño aislado, solitario, enamorado de su abolengo. Él no vivía en el México de los sesentas sino en la “muy noble y leal ciudad de México”. En aquella atmósfera de penumbra finisecular conversaba con el abuelo y el tío Ignacio sobre sitios remotos y antiguas usanzas, hojeaba añosos álbumes y descifraba caligrafías extrañas. El recuerdo de los tiempos de don Porfirio, cuando el tío José –concuño de Díaz– era embajador en Austro-Hungría, no era ya motivo de desolación sino de nostalgia. ¿Cuántas veces vio las postales de la casa de los Teresa en Tacubaya: el teatro privado, el lago, las caballerizas, el pequeño tren? La Revolución los había privado de negocios y haciendas, pero no los empobreció verdaderamente. Fue un naufragio del que salieron cargados de fragmentos... como la ciudad de México.
La galería de Guillermo Tovar incluía otros personajes. El padre, un doctor tapatío, vinculaba a la familia con mundos distintos o posteriores a los del reloj detenido en 1910: la medicina social de la Revolución y la vida campirana de provincia. Una nana octogenaria proveniente de la mixteca oaxaqueña le refería historias y fantasías anteriores al reloj de 1810: vidas y milagros de santos ejecutados desde la realidad de los días o de los altares. Un eminente historiador del arte –Francisco de la Maza– lo presentaba con una larga genealogía académica, desde los cronistas de la Nueva España hasta Manuel Toussaint.
Tan vivos como los vivos gravitaban los muertos. El primero y más importante era el tatarabuelo materno, José Joaquín Pesado (1801-1861). Había sido un excelente poeta de temas clásicos, editor y colaborador de varias revistas literarias (La ilustración Mexicana, El Museo Mexicano y, sobre todo, La Cruz),miembro de la Academia de Letrán y ministro de Relaciones Exteriores. El doctor Mora, que no era precisamente fácil al elogio, ponderaba sus virtudes, su elegancia y su talento, al grado de considerarlo el mejor candidato a la Presidencia. Pero sobre todas sus cualidades, la que influyó más sobre el tataranieto fue la devoción de Pesado por la pintura novohispana. Junto con su primo José Bernardo Couto y con el maestro Pelegrín Clave –director de la Academia de San Carlos–, Pesado escribió un libro clásico: Diálogo sobre la historia de la pintura en México.A Pesado y Couto se debe, además, la integración de la sala mexicana de pintura en el Museo de San Carlos. Por el lado paterno, otro muerto ilustre gravitaba sobre el futuro cronista de la Ciudad de México: su tatarabuelo, don Agustín Fernández Villa, “que en Guadalajara leyó y añadió un poco a Couto: Discípulo del sabio carmelita fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera y autor de un diccionario de términos escolásticos –recuerda Tovar– Fernández Villa reunió algunas pinturas que salvó de los conventos demolidos en (tiempos porfirianos)”.
Por las librerías de viejo de la calle de Donceles y entre los anticuarios de La Lagunilla, Guillermo Tovar era conocido como el enanito. Desde entonces, su personalidad denotaba una amalgama extraña: su atuendo, sus ademanes, su cortesía, sus formas verbales y, desde luego, su sabiduría correspondían a un caballero de edad respetable que había viajado por todo el mundo y leído todos los libros. Pero su sonrisa juguetona, su temperamento inquieto y, desde luego, su cuerpo y edad eran las de un niño. No había cumplido diez años y ya les corregía la plana a maestros universitarios. A los doce fue consejero de la Presidencia en materia de reconstrucción artística. Tras agotar los libros y las bibliotecas, su curiosidad abarcaría archivos públicos y privados de los que iría recabando las decenas de miles de fichas cuidadosamente catalogadas que atesora. A los 16 años escribió una historia de Tacubaya que se editó tiempo después. Entre 1976 y 1990 publicó quince libros iluminadores sobre iluminadores y libros, pinturas y pintores, esculturas y retablos, iglesias y conventos, calles y edificios, artífices y gremios. A cada uno de esos libros los recorre la pasión de dar voz a un pasado oculto, negado, suprimido: el pasado artístico de la Colonia. Son libros que rescatan con inteligencia y sensibilidad, con ternura y orgullo, los fragmentos de belleza que labraron hace siglos manos mexicanas.
Pero, ¿y las piedras con vida que se perdieron irremisiblemente?, ¿qué hacer para darles voz? Uno de los ángeles guardianes de Guillermo Tovar –la tía María Teresa, descendiente y heredera espiritual de Pesado– le sugirió involuntariamente la forma de rescatarlos: le obsequió el libro Los conventos suprimidos de México de Manuel Ramírez de Aparicio (1861). Gracias a aquel texto, a las litografías que el propio Pesado había incluido en su revista La Cruz y a las anécdotas que por tradición oral había recogido doña María Teresa, el joven Tovar abrió los ojos a un cuento maravilloso y terrible: “había una vez una ciudad...”. Así se enteró por primera vez del modo en que en 1861, año del triunfo definitivo del partido liberal,
las bibliotecas sirvieron para los calentadores y los archivos para las hogueras. Las pinturas fueron destruidas, dispersadas o embodegadas. Los retablos dorados fueron convertidos en leña [...] la piqueta arrasaba lo que podía [...] el arte de la colonia recibía la agresión más obtusa, un daño irreversible.

Poco tiempo después Tovar empezó a completar por su parte el trabajo iniciado por sus antepasados: año tras año guardó escrupulosamente estampas, litografías y fotografías con vistas a publicar un libro que algún día mostrara la destrucción sistemática de la ciudad de México por sus habitantes: La Ciudad de los Palacios. Crónica de un patrimonio perdido.
Nunca entenderemos cabalmente por qué hombres sin tacha cívica como los liberales de la Reforma fueron ciegos a la grandeza del pasado colonial e implacables en su voluntad de negarlo y suprimirlo. Ante la posible destrucción o cuando menos traslado de la fuente del Salto del Agua, Francisco Zarco escribió: “Para crear es preciso destruir. El diluvio, Babel, Sodoma, Gomorra, Nínive, Babilonia, el Gólgota, he aquí grandes revoluciones hechas por el mismo Dios que ha destruido para crear y reformar”. Del portentoso bajorrelieve de la iglesia de San Agustín (convertida, por fortuna, en Biblioteca Nacional), Ignacio Ramírez opinaba: “afea la fachada”, es un “recuerdo del espíritu y del arte frailescos [...] ¿Por qué no se suprime ese extravagante adorno?”. Más por inercia y especulación inmobiliaria que por convicción ideológica, las generaciones que siguieron a los liberales, tanto las porfirianas como las revolucionarias, perseveraron en el uso de la piqueta. Cuando después de un siglo despertó, la ciudad de México descubrió que había cambiado de rostro. Casi no se reconocía en su antigua imagen. No la habían mudado los elementos, ni siquiera el terremoto de 1985 frente al cual, como en una metáfora aleccionadora, los viejos edificios coloniales apenas sufrieron deterioro; la había transformado el golpe tenaz, insidioso, resentido del mexicano contra su propio pasado, del mexicano contra sí mismo.
La Ciudad de los Palacios. Crónica de un patrimonio perdido es a México lo que aquel anónimo hormigueo humano fue para Varsovia: una amorosa, apasionada y por momentos delirante, desesperada labor de rescate. Guillermo Tovar no pudo resguardar los fragmentos físicos de la ciudad que perdimos, pero sí su recuerdo visual y su noticia precisa. Este “novohispano vivo” nos regala el espejo para mirar nuestra imagen rota. Su aporte es un epitafio pero también una incitación a reconocemos en nuestro pasado colonial; en él, Tovar nos traduce el mensaje silencioso de los viejos edificios del Centro: ahuehuetes humanos que esperan, con paciencia y fortaleza, a que los riegue el agua de la reconciliación histórica.

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